martes, 7 de febrero de 2012

Inversión metafísica

Esta mañana el sol despuntó desde una coordenada desconocida. Ni norte ni sur ni este ni oeste. Nació el alba con un enigma aterrador. La tierra fue exhalando una incierta claridad desde su superficie. Las luces iniciales emergieron bajo nuestros pies, en un claro y lento ascenso. El caso es que la naturaleza deliró. Sin ir más lejos el orgánico proceso dialéctico entre mi erguida imagen corpórea y su oscura sombra estampada contra el suelo se rompió. Fui arrasado por un proceso de inversión metafísica. Mi sombra asumió la esbelta posición vertical y mi cuerpo la derrumbada posición horizontal. Los roles naturales se transpusieron. Ya lo temían videntes y antiguos augures: el mundo está entrando en una cósmica psicosis. El nuevo papel existencial que desempeño es el servil trabajo de mi ex sombra: ser un vago reflejo impreso en el cemento que divaga según lo que a la tirana luz se la antoje hacer. Y esa sombra, esa maniática sombra que ya no es la mía sino la de Ella misma, ahora es una erecta y soberbia sombra que, despojada de su pasada cárcel solar, deambula libertariamente en actitud tridimensional.


Los días son extraños. Permanecer tumbado como la proyección biológica de una empinada silueta negra, no es nada grato. Más encima las negruzcas figuras adquirieron vida y hasta conversan de grises y opacos. La humanidad apuntalada en el piso sólo mira enmudecida la calidad del cielo y del techo.
En las noches cerradas, si la percepción me lo permite, sé que todas las sombras gozan de una sensación lisérgica: se fusionan con la nocturna penumbra del Todo. Y a mi anatómica planicie, a veces, en los desvelos de aquellas noches horizontales, le nace un apasionado y sensible deseo: ser también sombra en la total oscuridad.

Valentino Terrén Toro

“Carta de una madre desesperada a un hijo transgresor”


Perdóname, humano, por el pecado de mi soberbia. Tú me has elevado al reino de los cielos, y yo me he aprovechado de tu ingenuidad bienintencionada. Te has humillado ante mis encantos imperecederos, sin nunca desconfiar de mis falencias más oscuras. 
Con este predica, no quiero subestimar las bondades con las que te he dotado: Te otorgué la matemática, herramienta que permite develar los signos secretos de la naturaleza y, de este modo, llegar a dominarla. Te concedí la lengua, y la capacidad de formular transgresores delirios con ella. Gracias a mi te haz desenvuelto con suma ligereza en las transacciones comerciales; te enseñé a trocar plata por oro y bronce por hierro. 
Me puedes acusar de ser la arquitecta del laberinto de tus miedos, y no me lavaré la culpa. Yo sólo quise dotarte de certezas para que puedas atravesar de la forma menos lastimera este páramo hostil y abyecto bautizado existencia. 
En la Ilustración me sublimaste a la categoría de Diosa de la Comprensión, haciéndome creer que era todopoderosa. Tú también abusaste de mí. Me convertiste en el cómplice deuteragonista de tus bombas atómicas y de tus genocidios insufribles. Y, a pesar de todo, yo sigo fiel, como una madre que aguarda desvelada la vuelta de su primogénito de una parranda dionisíaca. Pero tú te empecinas en ser huérfano; me dices que quieres buscar a tu padre, el instinto. Anda, ve y encuentra a ese juglar cándido y jovial, a ese loco que nada premedita y que se deja arrebatar por sus impulsos primarios. Ve, y arrójate al vacío de lo incierto.                                         
                                                   Firma,
                                                              La razón.

Guido Ondarts.