martes, 7 de febrero de 2012

“Carta de una madre desesperada a un hijo transgresor”


Perdóname, humano, por el pecado de mi soberbia. Tú me has elevado al reino de los cielos, y yo me he aprovechado de tu ingenuidad bienintencionada. Te has humillado ante mis encantos imperecederos, sin nunca desconfiar de mis falencias más oscuras. 
Con este predica, no quiero subestimar las bondades con las que te he dotado: Te otorgué la matemática, herramienta que permite develar los signos secretos de la naturaleza y, de este modo, llegar a dominarla. Te concedí la lengua, y la capacidad de formular transgresores delirios con ella. Gracias a mi te haz desenvuelto con suma ligereza en las transacciones comerciales; te enseñé a trocar plata por oro y bronce por hierro. 
Me puedes acusar de ser la arquitecta del laberinto de tus miedos, y no me lavaré la culpa. Yo sólo quise dotarte de certezas para que puedas atravesar de la forma menos lastimera este páramo hostil y abyecto bautizado existencia. 
En la Ilustración me sublimaste a la categoría de Diosa de la Comprensión, haciéndome creer que era todopoderosa. Tú también abusaste de mí. Me convertiste en el cómplice deuteragonista de tus bombas atómicas y de tus genocidios insufribles. Y, a pesar de todo, yo sigo fiel, como una madre que aguarda desvelada la vuelta de su primogénito de una parranda dionisíaca. Pero tú te empecinas en ser huérfano; me dices que quieres buscar a tu padre, el instinto. Anda, ve y encuentra a ese juglar cándido y jovial, a ese loco que nada premedita y que se deja arrebatar por sus impulsos primarios. Ve, y arrójate al vacío de lo incierto.                                         
                                                   Firma,
                                                              La razón.

Guido Ondarts.

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