lunes, 5 de marzo de 2012

"Los Calores"

Hace poco, en la línea del Ecuador, se juntaron todos los calores de la Tierra. Habían concurrido a la reunión una diversidad de especies de muy diferentes humores y densidades: estaban los calores de las ciudades, hermanados con la humedad en una pesadez agobiante; se hicieron presentes los calores montañosos, resecos en su afectividad por la aridez del valle. En patota cayeron los calores tropicales, provenientes de la Selva Amazónica, insoportables en su recorrido, susurrando secretos impenetrables, cerrando las gargantas de todos a su paso. Los calores oceánicos no faltaron al encuentro, con su barroco aullido de fatalidad inminente.
Y también estaban ellos, los calores diminutos, aquellos que nacen de una minúscula chispa en los boreales inviernos para proteger nuestros huesos de la gélida investida de los vientos glaciares. No piden mucho para seguir viviendo, solo un poco de cariño de vez en cuando y, a cambio, dan sin reservas. Al lado de ellos estaban los calores femeninos, internos, que siempre llegan a la cita uterina una vez al mes. Cuando se retrasan en su puntualidad, nos sentimos sobrecogidos por los calores de la preocupación, ante la futura hipotética paternidad.
Los calores se sentían molestos el uno al lado del otro; se agobiaban en su compañerismo, se sofocaban en su maltrato. Chorreando vapor, permanecían juntos en la espera de la mística presencia.
Desde su alumbramiento que no lo habían vuelto a ver. Algunos decían que de vez en cuando se asomaba por un inhóspito rincón del óvalo terráqueo para espiar el recorrido de sus crianzas. Mitologías de la destrucción anunciaban su muerte cercana; nadie quería creer que esa fuente de vida iba explotar algún día.
De repente, con su fulgor impoluto, se hace presente el Rey Sol, desterrando las sombras de los abismos. Su diáfana esencia levanta un remolino de exaltación en las huestes desordenadas. Los calores se pegaban codazos ante la incrédula aparición. Su padre, juez de la vida y la muerte, provocador de infinitas fotosíntesis, estaba ante ellos. Él, el de los cabellos de trigo, instigador de las flechas de Cupido, inigualable en su afán de derretir hasta el alma más endurecida.
Con voz de trueno y una afectividad de nácar, arrancó su monólogo de la extinción:
“Soy luz en un corazón de penumbra. Soy el incorrecto en un mundo de incorrectos. He parido una raza del derroche; pómulos de miel fueron mis primeros esbozos. Para los egipcios soy Amón Ra, para los griegos soy Apolo, para mi mismo, soy amor eterno que hace trizas hasta las penas más profundas. Irradio vitalidad con mis dedos de oro.  He vivido millones de años luz; mis ojos de fuego han derramado lágrimas magentas ante los genocidios inconfesables que han avistado.”
“Y mi pulpa se está secando. Las hienas del terror están mordiendo mis entrañas. De a poco, la negrura se va apoderando de mi franca claridad. Me estoy marchitando en la soledad de los abrazos desabridos. Ya los inviernos me resultan tortuosos; condensan icebergs en mis llamas más sinceras. Ya no aguanto más este tránsito inaudito de la frustración remembrada.”
“Y ella, que me da vuelta la cara con un desdén mutilante; que apenas me concede instantes efímeros de su augusta presencia. Ella, que me destrona de mi superioridad estelar con sus contoneos histéricos destinados a nunca concretarse. Sin embargo, no puedo soportar su desidia. Quiero rencontrarme con la Luna, mi amante esquiva. Quiero fundirme en su seno, para nunca más llorar mi luz, para nunca más reír mi sombra”.

Guido Ondarts

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