Una llama candente en el crepúsculo de la noche. Alrededor, la imponente cordillera Chichas que se sumergía en la oscuridad inhóspita de esa región ya olvidada del mundo. Yo tenía miedo. A cada paso que me alejaba del pueblo transcordillerano, cada vez más se helaba la sangre de mi corazón. La inclemencia del acto a cometer me hacia oír las voces de los mineros, con sus cascos de acero y sus clavijas de hierro, que alguna vez en un lejano pasado habían muerto intoxicados por la fiebre del oro. El mundo acabaría para mí esa noche. Tenia que ser esa, no podía ser otra. Aquel día, las campanillas de la alegría habían tronado muy temprano en todo el pueblo boliviano despertando a las mareas humanas de sus catres, para asistir al festival de los desposeídos. Pan y circo para todos. Los frailes, con sus púrpuras túnicas ceñidas de oro, regalaban desde los balcones petacas llenas de vino y pedazos de carne ahumada a aquellas jaurías irracionales que coqueteaban vorazmente con la felicidad por un instante. Yo no podía sepultar en el olvido la noche anterior. Y ahora debía lavar mis manos de toda culpa al consumar el hecho blasfemo. Arroje los huesos a la llama, y me quede toda la noche contemplando fijamente como el calor abrasador se encargaba de borrar de mi alma aquello que nunca fue, y que podría haber sido. Al reapuntar el sol en el horizonte, apague la fogata y partí rumbo a Oruro.
Guido Ondarts.
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